Bueno, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
HISTORIA DE KEI
La señora Kei Kojura nació en Judas, en el valle del Huallaga, a escasos kilómetros del abra de La Amnesia. Su padre fue conocido con el cariñoso alias de Chino Maldito. Y su madre, más santa que muchas, se llamó Resignación, que quizá fue un nombre apropiado dada la vida que le tocó, los golpes recibidos, las puertas que le cerraron con soldadura autógena, el saqueo del patrimonio personal del que fue victima y las traiciones repulsivas y matricidas que tuvo que tolerar.
Kei Kojura siempre estuvo rodeada de muchos tíos cariñosos. Uno de estos fue tan pío que todos le decían Vaticano y otro, hermano de su padre también, fue el tío Vladimiro, quien estaba en las antípodas morales del primero de los mencionados, al punto de que alguna vez, sin ninguna razón aparente, le exigió entregas mensuales de dinero. El tío Vaticano, que vendía una harina especial para ganarse la vida, cedió absurdamente y durante mucho tiempo mantuvo –o ayudó a mantener- el tren de vida desaforado del tío Vladimiro.
El tío Vladimiro fue decisivo en la formación moral de Kei Kojura. Como tutor y maestro, fue inculcándole a su sobrina favorita algunas de sus predilecciones. Él admiraba a algunos personajes de la historia y logró que Kei compartiera su devoción por Malinche, esa gran mujer de la sociedad de los mejicas a quien llamaba “la primera guía turística del nuevo mundo”. El tío Vladi tenía varias biografías de Marco Junio Bruto, el que contribuyó al apuñalamiento en mancha de Julio César, y decía que, en ese caso, el asesino había resultado mucho mas positivo para Roma que el emperador agujereado. Era un apologista locuaz, cómo no, del general argentino Justo José de Urquiza, quien no dudó en integrarse a un ejército principalmente brasileño que desfiló, triunfante, por las calles de Buenos Aires. Amaba al casi mítico conde don Julián, el personaje negado por algunos historiadores que cruzó el estrecho de Gibraltar con las huestes del musulmán Tarik y contribuyó a la caída de España en manos árabes y a la liquidación del reino visigodo (año 711). Deliraba por Francisco de Paula Santander, el que traicionó a Simón Bolívar cuando a él, precisamente, le debía todo el poder que tenía, y se fascinaba leyéndole a la niña Kei la vida del general Benedict Arnold, que se pasó al bando de los ingleses en plena guerra de independencia de los Estados unidos, y tenia la convicción de que a Vidkun Kisling, el noruego que fue el presidente títere del nazismo, lo habían ahorcado injustamente en 1945. Pero la cúspide de su admiración tenía que ver con Pu Yi, el emperador manchú que le dio la espalda a su país para ser nombrado de 1934 a 1945, testaferro imperial del Japón en la Manchuria ocupada y rebautizada con el indigno nombre de Manchukuó.
Como habrá de comprenderse, la niña Kei tuvo una formación que, poco a poco, inexorablemente, la familiarizó con la hipocresía, la hizo rezar sin creer en Dios, la convirtió en beata del disimulo, en esclava de lo taimado, en artista de la impostura, en adoradora del callejón oscuro, en reina de baraja del puñal repentino.
Eso se apreciaría en todo su esplendor muchos años después. Cuando Chino Maldito, su adorado padre, llegó al poder, la señorita Kei vio con secreto orgullo, siendo todavía una jovencita, cómo el hombre que la había procreado arrojaba al tacho de la basura, una por una, cada promesa hecha, cada compromiso adquirido, cada propuesta jurada. Y su satisfacción filial se duplicó cuando comprobó que su padre empezó a hacer exactamente lo contrario de lo prometido. Y se triplicó cuando el tío Vladimiro fue nombrado el segundo de a bordo. Y se cuadruplicó cuando su padre y el tío Vladi llamaron, tras darle una patada en el culo a todos los idiotas de izquierda que le habían creído, a la hez del infierno para cogobernar: asesinos que se harían cargo de la seguridad, ladrones que cuidarían el tesoro público, iguanas para rematar las empresas públicas, pájaros fruteros para las licitaciones, caras cortadas para el comando conjunto, puercos ruidosos para vender la marca Perú. Ninguna de esas gozadas, sin embargo, se compararía con el hecho de enterarse de que su padre había nacido en Kumamoto y que se había impuesto la misión de convertir al Perú en una prefectura ultramarina de la secreta República de la Yakuza.
-¡Eso es! ¡Ese es el honor! –pensó la señorita Kei.
Cuando su padre, su tia Rossie y el señor Victor Ari Robo empezaron a tirarse las donaciones de buena fe que venian del Japón, la madre de la señorita Kei, la señora resignación, en un ataque de honestidad suicida, denunció el hecho. Chino Maldito la secuestró, la mantuvo a pan y agua en el ala oriental del Palacio del Crisantemo (llamada del Geranio por los íntimos), le pegó con denuedo, la calzó con sandalias de espinas, le asestó kimonos de cemento, la pateó hasta la emoción y la vejó de todas las maneras que alguna vez imaginó el clan de los Ashikaga (1336-1573 d.C.).
Fue en ese momento que la señora Resignación llamó a su hija Kei en busca de auxilio. El teléfono siempre sonó ocupado. Pocos días después, la señorita Kei diría que su madre no estaba bien, que su padre era irreprochable, que los asesinatos de Barrios Altos no eran tales sino que se trataba de un suicidio ritual estilo Guyana y que ella asumiría el rol de primera dama cuando fuese necesario.
El tío Vladi la empezó a admirar de verdad. –Tienes que estudiar en Boston –le dijo Vladi alcanzándole una talega con dinero.
Y se fue a Boston, con hermanitos y todo. Durante todo ese tiempo, la señorita Kei fue una feliz usuaria de los dineros que su papi y el tío Vladi le mandaban.
En ese largo periodo de asesinatos indiscriminados o selectivos, de robos masivos y compras de armas que terminaban costando tres veces su valor, la señorita Kei estudió disciplinadamente y, en relación con lo que sucedía en el shogunato del Perú, calló en todas las lenguas que dominaba. Se calló tanto que un día amaneció sin recordar una palabra y un carísimo especialista en disturbios del lenguaje la hubo de resetear. Cuando recuperó el don de la palabra el gobierno de su padre ya era, sin disimulo, una septicemia con bandera, una mierda en metástasis, una basura con fuerza de tsunami, una infección que Basadre no habría podido describir y que solo un médico forense podía interpretar. El sueño de Chino Maldito se había cumplido: la constitución era una enfermedad venérea, la verdad se había vuelto puta, el Año Uno de la Decadencia había empezado.
Y la señorita Kei siguió calladita, recibiendo, eso si, la plata negra que el tío Vladi le enviaba por órdenes de su papá.
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[/align][align=center]Una de las amiguitas de la señorita Keiko cuando era una adolescente.[/align]
Quién lo hubiera dicho. Cuando la revolución de los Glóbulos Blancos se deshizo del régimen de Chino Maldito y éste fue a parar a la cárcel donde debió de estar siempre (por lo menos desde los tiempos de la violación de una alumna, la evasión de impuestos y la sustracción de dineros de la universidad de La Molina), la banda del Treponema, la llamada Conspiración de Koch, el ejército de la noche de los Dorados Estafilococos, la Falange de la Seudomona Samurai no se resignaron. Lenta, pacientemente, reconstruyeron sus puses y sus ductos, sus telarañas malignas, sus tumores anexos, y recordaron, sagazmente, que el Perú tiene un lado oscuro y firme que ama la esclavitud, busca el escarnio, desea la vergüenza, se arrastra ante el abuso, exige su propia flagelación e idolatra la mugre. Y fueron donde ese Perú que los esperaba, con los brazos abiertos y las piernas en igual actitud, y les dijeron:
-Hemos vuelto, inmundicias: aquí estamos para que nos supliquen por clemencia y por lentejas. Queremos ver sus manos de uñas negras extendidas para ver si les damos un caño, un calzoncillo, un polo, un abalorio o un ajuste de cuentas. ¿Nos han extrañado?
-¡¡¡Sí!!! –gritó una multitud en harapos. Eran los descendientes de aquellos que Castilla no pudo liberar, los tataranietos de aquellos chinos que guiaron a los chilenos en el saqueo de la expedición de Lynch, los hijos de aquella estirpe de débiles con cola de cerdo que, contra lo que dijo García Márquez, jamás nacieron en Macondo sino en el Perú de Felipillo.
HILDEBRANT EN SUS TRECE: Biografías Falaces - Historia de Kei
